Trabajar en una idea nos demanda horas y horas de trabajo. Estamos con ella al levantarnos, en el desayuno, en nuestro camino al trabajo, en la ducha, antes de irnos a dormir.
Desarrollar una idea es llenar cada espacio en blanco que se nos presente en nuestro día a día con ella.
La única.
La más bella de todas, nuestra idea.
Es una sensación hermosa. No vamos a negarlo. Ese proceso creativo donde solidificamos cada costado de ella, refutando todos esos pequeños No que aparentan debilitarla. Con las pequeñas alegrías que surgen cuando encontramos un nuevo argumento para defenderla.
Y ahí es dónde está nuestra ceguera. No le vemos fallas ni errores. Nuestro tiempo con ella nos sesga por completo.
Tanto tiempo con ella. Soñándola, proyectándola. Estamos sumidos a su encanto.
Nos excita, nos atrae, nos vuelve loco pensar todo lo que haremos con nuestra idea. Incluso soñar con qué dirán los demás cuando contemos sus bondades.
¿Y cuál es el remedio?
Dejarla. Abandonarla. Olvidarnos de ella por un tiempo.
Al alejarnos de ella nos obligamos a resetearnos y volver a verla con primeros ojos. A desenamorarnos de ella. Aunque sea por un tiempo.
Quizás la forma sea trabajar en una nueva idea. Meditar. Tomar otros proyectos.
Puede ser un día, una semana, un mes. Lo suficiente como verla nuevamente sin la ceguera del amor infinito que nos generó.
De esa forma logramos viajar en el futuro. Acelerar el tiempo hacia el aprendizaje. A materializar esa proyección que tanto soñamos, pero con los ojos bien abiertos.
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Emma